miércoles, 3 de marzo de 2010

Testimonios de una burda conciencia

Tras ver en una noche donde el suelo se encrespaba como flamas, desatando el caos hasta donde pudiese ver o posar mi mirada, me recosté sin nada que hacer, sin nada en que pensar. Todo había pasado, nada seguía en pie, porque lo que allí delante mío estaba parado, no era sino la inconsistencia de mi propio mundo creado por el desorden mismo de mis deseos he instintos, mas yo aun seguí con ganas de agarrar al cielo y postrarlo bajo mi mirada, y ver retorcerse su omnipotencia a mi grandeza inconsciente de su trastocado estado emocional. Mas no me levante, nada hice para convertir cuan loca idea paso por mi cabeza, deliré una y otra vez recostado, atestado de ver pasar por mi mente tan delirantes ocurrencias, y cuanto mas me esmerara en descartarlas, mas reaparecían sus secuelas en mi propia enajenación.

La impotencia se apoderaba cada vez más de aquello que pareciera un sentimiento de libertad, de esas alas con ansias de despegar, enrolladas y encadenadas a frías e imponentes paredes que ni la tierra pudo remover para dejarme volar. Culpé a la tierra, luego al cielo, al viento, la brisa, a la inocente ventana que solo procuraba la leve iluminación proveniente de una noche, de una ciudad, y de luces que a la luna rendían culto y canto. Luego culpé al hombre, y como una cosa lleva a la otra, y las otras son siempre consecuencia de las secuencias que alguna mente siga buscando hallar respuestas sin sentido, me culpe a mi mismo.

Por fin me sentí volar al poder postrar mi propia existencia a la misma que se encontraba de pie mientras era pisoteada otra vez por esta misma, siguiendo como reflejada en el espejo de un espejo, que es a su vez otro reflejo hasta que la vista, mas no la conciencia, haga notar. Incluso mi propia analogía detesté, nada podía calmar mi sed de omnipotencia, sed de arrogancia que se encumbraba sobre nubes irreales e inconsistentes, que solo lloraban sepultando en tumbas transparentes del agua que salía de estas a los muertos, que no eran mas que yo, olvidados por mi mismo.

Pero por más alto que el hombre vuele poniéndose sobre su propia y mundana existencia, no se acerca un paso al cielo. Dado que cada paso que podemos dar es hacia adelante, donde nos encontramos nuevamente con nosotros, y no hacia arriba, donde se encuentra esa enorme bóveda celeste, ese sueño vestido de blanco para esconder al sol y los astros, y vestido de celeste o el profundo y denso azul de la noche, para dejarnos ver lo que mas lejos de él no podemos tocar.

Así terminé por arrodillarme al cadáver frío de mi propia vida, de la cual hace breves instantes festejaba por tenerla a mis pies. Me encontraba arrodillado ante un espejo, ante el mero reflejo de que lo que escribí pudiese ser de alguna forma lo que quizás quise encontrar, sabiendo que no es el cielo, sabiendo también que puede ser no mas que otro reflejo, pero la mera idea, el mísero sueño de que sea algo mas que eso, de que el cuerpo dejado atrás y plasmado en burdas e incoherentes palabras se vuelva tierra, y que con el tiempo se amontone formando montañas, y luego largas escaleras, vistosas escalas que me conduzcan al cielo, que me eleven de este mar, y me dejen alcanzar aquellos astros, que son con los que sueña quien yo sueño.

El mas grande dolor

El dolor intrínseco de la misma existencia,
Presente a cada paso, cada respiro,
Quebrantando sonrisas, suspiros,
La muerte acechando cada conciencia.

Ni la traición de promesas sin palabras,
Cuando aquellos amigos del alma,
Ante hechos que la palabra no calma,
El colapso de lo que en una vida labras.

Ni la muerte que se sufre y no se teme,
Que cala hondo vivir con ella,
Pues la propia muerte solo destella,
Pero la de otro es al corazón a quien apreme.

Ni la soledad de fingir una vida a la realidad,
De no poder mostrar una sonrisa,
Ajena de lágrimas que la remisa,
Y saber que en el hoy es mentira la verdad.

Ni la desolación de ser desamparado,
No del dinero si no de la fortuna,
No mundana sino de la humana,
De que al amigo no veamos día a día reflejado.

Ni el infortunio de ser de la fortuna olvidado,
De solo pisar siempre agujeros,
Y escalones siempre pasajeros,
De nunca ni haber sacado un 6 en un dado.

Es el dolor puro, mayor que la muerte,
Peor que el infortunio o que fingir,
Donde soledad solo es un subvenir,
Es cuando aquel de un engaño despierte.

Porque si una vida entera es mentira,
Si por aquello que quisimos morir,
Aquellos a quienes creímos sentir,
Si desaparecieran uno ya nada sería.

Ya la muerte sería efímera al paso,
El tiempo solo dolor derrochado,
Los amores no mas que pasado,
Que junto al futuro serían solo un nublado ocaso.